Texto: Javier Titos García | Fotos: Facebook del autor
Vivir abajo, de Gustavo Faverón Patriau, finalista del III Premio Bienal Mario Vargas Llosa.
La novela del escritor peruano retrata, en un fresco narrativo maravillosamente bien hilvanado, la crónica subterránea de los desmanes totalitarios en Latinoamérica a través de un terrorífico juego de espejos protagonizado por perturbados y torturados que torturan.
Se me dibuja un mohín de excitación y placer lector cuando alguien me habla de un libro asegurándome que no voy a verlo recomendado en las publicaciones literarias más comerciales. Basándome en el respeto que le tengo a quien hace la recomendación, y en la certeza de que al lector de a pie se le escapan auténticas joyas sin darse cuenta, me enfrento a la obra en cuestión con la disposición y la complicidad que demandan artefactos literarios como el último libro de Gustavo Faverón, que terminas con la sensación de haber abierto una caja de Pandora que hará que no seas el mismo después de perderte entre sus páginas. Las editoriales independientes como Candaya publican a menudo libros que el gran público pasa por alto, y es mi obligación aportar mi granito de arena para que no pasen tan desapercibidos.
En los tiempos que corren rara vez tiene uno la fortuna de sostener entre las manos una obra de arte parida en este presente desconcertante en el que cabalgamos. Derrocha imaginación, talento y oficio en el desarrollo de una trama soberbia, construida con la precisión de un relojero tremendamente meticuloso a la hora de componer los engranajes que hacen funcionar una novela que a ratos parece tener vida propia. Personajes perfectamente construidos, enajenados, rebosantes de una demencia lúcida, contagiosa, que se descuelgan entre los andamios de una arquitectura narrativa conformada por múltiples historias que beben tanto del género de aventuras, el policiaco, el de terror, guiando al lector por las regiones espantosas de la locura y los trastornos de torturados, torturadores, y de aquellos que interpretan ambos papeles. Hay efluvios de un humor tan negro como las catacumbas de la historia que visitamos de la mano de espías, poetas, cineastas, revolucionarios y asesinos que se encuentran en un tumor llamado historia no oficial.
Una novela que nos traslada a Estados Unidos, Perú, Paraguay, Bolivia, Argentina, Chile, Alemania o Yugoslavia, en la que un asesinato en concreto sirve como detonante a un juego de piezas móviles que nos harán viajar en el tiempo en un arco de cincuenta años, en el que los enigmas ascienden por túneles históricos, silenciados, que conectan mazmorras, manicomios y cárceles subterráneas secretas, donde la historia se ha escrito a golpe de espasmos demenciales y sinergias que van más allá de lo tenebroso, en una enloquecida y alucinada travesía por las miserias humanas de la historia de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica.
Hay un frenesí sabiamente contenido en el lenguaje que esgrime Faverón y que emana de sus descripciones fluidas y del trasfondo psicológico de una galería de personajes bien desarrollados, dotados de profundidad y realismo a pesar de las pesadillas que habitan. Sobrevuelan las páginas de la novela las referencias literarias y cinematográficas, tanto reales como ficticias, en una coreografía hermosa a la vez que grotesca que no deja indiferente si el lector se compromete a dejarse la piel en las 644 páginas del libro, que son 644 agujeros que conectan con una oscuridad terrible, porque rezuma ese realismo que nos aterra concebir como cierto.
La novela es un flashback laberíntico de personajes y de historias escalofriantes enmarcadas en escenografías que existieron sin existir, donde el estilo directo da paso al indirecto y se suceden narradores que cuentan sueños, enumeran visiones, relatos pasados, futuros, de presentes inconexos que cobran sentido cuando la traca final conecta los infinitos guiños que Gustavo Faverón Patriau ha sabido incrustar en esta obra necesaria, que nadie debería perderse a pesar de no ser apta para todo el mundo.
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