Entrevista: Mariola Aguilar l Fotos: Fran Hernández
La defensa de la Farola de Málaga, como hito que no ha de ser ensombrecido, y el cuestionamiento sobre la idoneidad de un rascacielos en este enclave se han convertido en un debate abierto a pie de calle y cerrado a la consulta de la ciudadanía en las últimas semanas. Son muchas las voces que se han sumado en apoyo al respeto de un horizonte que se ve amenazado y sentenciado y, entre ellas, destaca la de Guillermo Busutil, periodista (y promotor) cultural, escritor y, sobre todo, pensador lucido del presente con la capacidad de análisis minucioso del pasado. Sus palabras nunca nos dejan indiferentes y son una llamada al orden del sentido crítico y constructivo. Te invito a adentrarte en esta nutrida disertación sobre la última torre de las vanidades de la aleixandrina ciudad del paraíso.
Áforo Libre: A lo largo de estos años, han sido muchos los textos en los que has defendido un horizonte donde la mirada se pierda en el cielo y mar. Te hemos leído contando que el paisaje es la conciencia de lo que somos. Nos devuelve la mirada de las emociones y la memoria a la que pertenecen. (…) Cualquier ciudad posee en este sentido sus raíces personales, su capital paisajístico territorial. En el caso de Málaga, la mediterraneidad, la luz, el vínculo con un mar del que proviene su fundación, su historia, su singularidad y su progreso son la naturaleza de su patrimonio. La construcción de un rascacielos abanderado de modernidad y bonanza económica no con-forma ese paisaje al que te refieres. ¿Cuál es el impacto sensorial de este proyecto? (sin duda, antes de su ejecución, ya nos está impactando).
Guillermo Busutil: El impacto es el de un tomahawk en el ecosistema medio ambiental y cultural de la bahía de Málaga. Un desgarro del horizonte que es el patrimonio de nuestra identidad cultural, el ecosistema que define la singularidad de nuestro paisaje. El valor de su significado exige sensibilidad y respeto hacia lo que supone. La bahía de Málaga es la raíz materna de fundación de la ciudad, de su personalidad mediterránea. Como has señalado en tu pregunta, acerca de mi último artículo en la lucha de ese David que somos muchos contra Goliat, el paisaje es la conciencia de lo que somos. Su horizonte es un hábitat medioambiental que debemos preservar en lugar de seguir embruteciéndolo con engendros de hormigón, con la falocracia del dinero que impone su vanidad. Una empresa que suele tener cimientos en voluntades que sacan provecho de la fontanería de los grandes negocios inmobiliarios privados. La pandemia nos está reclamando un modo de vida más limpio, más sostenible, menos frenético y consumista. Una redefinición de los usos de la ciudad, de nuestra relación con sus espacios, y en lugar de hacer caso entre la industria del capital y sus políticos no sólo no cambian el paso, a pesar de aspirar a la Exposición de 2027 como la gran capital del Mediterráneo y del desarrollo sostenible post covid, sino que insisten en la regresión salvaje al desarrollismo que colmató la Costa del Sol. Se obvia además que los rascacielos en enclaves naturales son responsables de mutaciones en la meteorología, en la calidad del aire y en la calidad de vida del entorno, un paseo marítimo en este caso abierto a la contemplación, al sosiego de la fuga de la mirada, algo que supone un placer inmarcesible. Es importante convencer a la ciudadanía, a los políticos con más personalidad política, de la trascendencia de salvaguardar el patrimonio del paisaje frente a los beneficios que proclaman la megafonía del dinero, el falso efecto placebo del empleo, la manoseada hipérbole del turismo de élite a pie de vértigo entre el cielo y la espuma del rebalaje, que no deja de ser la vieja gallina de los huevos de oro a la que nos empeñamos en exprimirle su cadáver. El desacierto de esa obsesión por imponer en nuestra bahía un Golden Gate de San Francisco o una Marina Bay de Singapur.
A.L.: ¿Por qué crees que se produce esa insistencia en convertir Málaga, como has comentado en otros artículos, en franquicias de otras ciudades?
G.B.: Es el síndrome de la falta de autoestima que siempre ha alimentado los pastiches pomposos de los nuevos ricos, y de la fascinación por las ciudades producto. En Málaga hay una tendencia absurda a la tematización mercantilista de venderle a la gente la ambición de adquirir impostadas identidades, copiadas de otros lugares, prometiéndoles que de ese modo Málaga tendrá mejor reputación y gran porvenir económico. Hay una neurosis por clonar iconografías como la torre Agbar de Barcelona o la PwC de Madrid, ahora Dubái, y mañana por qué no Shanghái, y en comparar dichas actuaciones con lo que supuso la torre Eiffel para París. Cómo serían los datos de adultos del Informe Pisa. Esto ya sucedió con el sueño del Silicon Valley con el que revistieron el Parque Tecnológico que funciona aceptablemente pero sin que la comparación se sostenga en lo real. Esto supone considerar naif el conocimiento y el espíritu crítico del ciudadano, al que se le deslumbra fácilmente con cuentos de la lechera. Málaga lo que necesita son proyectos como ese Centro en materia de seguridad que Google abriría en 2023. Y sin duda lo primordial es potenciar la coherencia identitaria de nuestra esencia mediterránea, de nuestra armonía con el entorno al que pertenecemos. No entender el paisaje como propiedad para mercadearlo al mejor postor con leyes que se modifican, se vulneran o se fabrican al antojo de la rentabilidad compartida con lo privado. Le diría a quienes defienden, el gusto incuestionablemente es respetable, con tanto ardor la torre del puerto, acusándonos de enemigos del progreso, de saboteadores de inversiones y otros disparates que resultan llamativos en personas a las que se les presupone cultura, que para sentirse modernos en el paisaje no hacen faltan rascacielos como alfiles en jaque ni grandes edificios de acero y cristal para oficinas que suponen un elevado derroche energético, y que en Nueva York por ejemplo el teletrabajo ha dejado vacíos. Basta con saber volar con la mirada. En Málaga despejarse hacia el horizonte de la bahía es una forma de respirar la felicidad, algo mucho más necesario hoy y mañana que citarse allí con Fausto para venderle su alma.
A.L.: Te preguntabas en un artículo: ¿de quién es la ciudad? que tenía mucho de Manifiesto.
G.B.: Sí, fue 2019, en pleno auge de la hipertrofia del turismo, reivindicando que la ciudad es de todos, y no exclusivamente del poder de turno que en ocasiones acierta en su planificación pero que generalmente ambiciona dejar su pirámide de grandeza. Surgió del hartazgo del overbooking turístico y del “avancen, avancen, al fondo queda sitio,” que ocultaba la precariedad del empleo en el sector de la hostelería, la carencia de un desarrollo de la cultura local alrededor de la oferta museística o el disfrute de una peatonalización del centro tomado por las bicicletas y los patinetes despeinados de velocidad. Nadie se manifestaba por los numerosos atropellos a peatones, en cambio a todos nos preocupa ahora la vulnerabilidad sobre dos ruedas en las vías del tráfico de coches. Esto explica muy bien las contradicciones de ésta ciudad. Es ecológica y recomendable la bicicleta como transporte pero su uso conlleva trazar eficaces carriles bici, educar a sus usuarios para que no circulen fuera de los mismos y hacer que se cumpla la normativa, en lugar de esa campaña infantil de proponer una convivencia de coches y dos ruedas en las zonas marcadas del 30 o con los viandantes en los espacios peatonales.
A.L.: El último ha sido en defensa del patrimonio paisajístico de Málaga, y al que se han unido intelectuales y especialistas nacionales del ámbito de la cultura, difuminando los límites circunscritos a coordenadas, sintiendo el problema del rascacielos y de la ciudad como algo concerniente a todos.
G.B.: Dos años antes de ese 2019, Juan Antonio Triviño de la plataforma Defendamos nuestro horizonte, cuyo colectivo no ha dejado de trabajar con empeño en este tema recabando estudios e informes como el de ICOMOS de la Unesco, recogida de firmas y una labor informativa a los medios locales, me encargó el primer Manifiesto que leí en público. Y ahora el cultural con el que hemos dimensionado el conflicto a nivel nacional. Junto con Alfonso Vázquez, Matías Mérida y José Antonio Hergueta hemos conseguido sumar un buen respaldo de profesionales reconocidos del mundo de la cultura: Emilio Lledó, Elvira Lindo, Julio Llamazares, Manuel Rivas, Irene Vallejo, Elvira Roca, Manuel Vicent, Benito Zambrano, Javier Ojeda, Miguel Ríos, Toni Zenet, Carlos Álvarez, Peridis, Cristina Morató, Juan Madrid…Lo mismo que de la universidad, de la arquitectura y de la sociedad civil que ha de tomar conciencia de lo fundamental que es su papel, más activo, más vigilante, más independiente de las tutelas institucionales. Las Reales Academias, los Colegios de Arquitectos, son también responsables de las ciudades que representan, y su implicación es necesaria. Conforme más se conoce fuera de Málaga el agresivo impacto que supondrá en el paisaje este rascacielos, cada vez más opaco en su función y más en tela de juicio su necesidad de imponerlo en nuestra bahía, nuevas firmas de la cultura nos manifiestan su apoyo. Ninguna de estas voces que defienden el Manifiesto, como tampoco las de los malagueños, son sospechosas de ser bolcheviques contra el progreso y de no querer el bienestar económico de la ciudad. Igual que tampoco lo son las de María Aldama, Carmen Molina, Isabel Ruiz ni la de todos los miembros de Defendamos nuestro horizonte comprometidos en este objetivo colectivo.
A.L.: Sin embargo, los hechos nos llevan a percibir que la ciudad parece ser de unos pocos. Te devuelvo la pregunta: ¿de quién es la ciudad?
G.B.: La ciudad en los últimos años ha desarrollado una política que desestimó a los suyos. Los hipnotizó con costosos espejismos de luminotecnia y se decantó por vender el logro de una ciudad exclusivamente para turistas, permitiendo la sustitución del comercio tradicional por franquicias, su ritmo vital y su plenitud sensorial por un falso plató del turismo de las experiencias selfies. Los malagueños fueron expulsados del centro histórico, de los recorridos habituales de su disfrute, de la tranquilidad de sus casas. Recuerda la campaña “Alcalde, tome las llaves de mi casa” que hicimos los vecinos del centro y de la zona este debido a la proliferación de viviendas turísticas sin regulación alguna, y que convirtió muchos edificios de familias en hoteles clandestinos y en negocios privados en los que ya no sabía uno con quién se cruzaba en su portal y cuya subida del gasto de mantenimiento pagábamos todos. Muchos jóvenes fueron empujados a la periferia en busca de alquileres asequibles Esa ciudad estandarizada nos convirtió en figurantes para el turismo, y la mayoría de los ciudadanos desertó desertando de un centro histórico colapsado y ahora fantasmagórico, expresionistamente plástico en una reciente exposición de Rafael Alvarado en el Ateneo. No ha sido Málaga la única que ha ejercido de Saturno con sus hijos. Son muchas las que han sido alienadas por la globalización que tipificó a los habitantes, en lugar de crear nuevas tramas de espacios, insistiendo en la proliferación de centros comerciales con ofertas gastronómica. Por cierto otra de las propuestas del arquitecto de la torre del puerto, quien insiste en acusar de manipulación visual de la altura a quiénes se oponen, a pesar del científico, clarificador y contundente estudio de Matías Mérida publicado en prensa. La ciudad no es un negocio privado, ni un alquiler a cualquier precio, ni una abstracción del urbanismo ni la verdad superior de un político. Es un espacio de memorias, de convivencia, de trabajo, de progreso, de expresiones y de goce, un ecosistema del que todos somos responsables.
A.L.: Hablas de ciudades que te gustan porque se viven y sueñan a escala humana. Como escritor y, sobre todo, como periodista cultural y persona sensible que se nutre de todo lo que le rodea, ¿cómo ves la ciudad del siglo XXI ahora que la pandemia parece cambiar el paradigma de casi todo?
G.B.: Creo que ahora más que nunca es importante pensar la ciudad, sus flujos, sus geografías interiores, la optimización de usos urbanos, la morfología funcional de los espacios públicos y su belleza. En dar viabilidad a los arquitectos y a los urbanistas capaces de articular otros modelos de diálogo entre las apuestas innovadoras y el espíritu identitario, de valorar los significados de la naturaleza de la vida de un barrio, el respeto a la conciencia colectiva de un lugar, las posibilidades de la verticalidad en la periferia, como por ejemplo en los terrenos del antiguo Amoníaco. Profesionales que sepan despejar, algunos tenemos en Málaga, las nuevas incógnitas de la ecuación de las ciudades que queremos habitar, y en las que nuestros hijos crezcan con ciertas garantías frente a la irrupción de los posibles nuevos virus, a un clima nervioso, duro y sorpresivo en sus desenlaces fenomenológicos. La revista Litoral acaba de sacar un maravilloso número en este sentido, “Mundo sensible”. El cambio climático nos demanda reducir la contaminación, recuperar costas, transformar zonas industriales en residenciales, sanear edificios, afrontar desafíos como la gestión de los residuos y del agua frente a las sequías, un mejor saneamiento del litoral, la conservación de los parques naturales frente al lobo rojo que cada verano reaparece. Metrópolis como Berlín, París o Lisboa han aprovechado la pandemia para repensar su diseño urbano y virar del gris al verde. ¿Por qué no hacerlo también nosotros?
A.L.: Hablas de ciudades que te gustan porque se viven y sueñan a escala humana.
G.B.: Siempre he preferido ciudades en las que se pueda vivir y soñar a escala humana. Ciudades con su personal riqueza visual, estética, cultural y económica que las distinga de las demás y las privilegie como un sentimiento, una filosofía, una conciencia ante la vida, y que sean también equilibradas en su metamorfosis del siglo XXI. Para mí son pilares imprescindibles para disfrutar y reinventar el suceder cotidiano de su urbanismo, la experiencia de concebir sus poéticas del espacio, sus fronteras interiores, apostar por pulmones verdes cruciales para que las oxigenen, igual que para que la infancia se reencuentre con el juego fuera de las paredes de las pantallas. Soy hijo de las ciudades leídas e interrogadas a pie, de Baudelaire, de Walter Benjamín, de Calvino, de Rebeca Solnit, de Muñoz Molina, de Sennett, de “Las ciudades rebeldes” de David Harvey, de “El derecho a la ciudad” de Lefebvre, de “Naturalmente urbano. La revolución de la ciudad verde” de Gabi Martínez que acaba de publicarse. Lo mismo que comparto la visión sobre ellas de arquitectos como Hernández Pezzi, Salvador Moreno Peralta, Fernando Ramos, Ángel Pérez Mora, José María Romero, Jorge Tizón, Marcia Casseb, por citar profesionales preocupados por liberar las ciudades de sus cacofonías arquitectónicas, de sus corsés y derivas urbanísticas, más cabales y resilientes en su latido. Un modelo de ciudad ética en el que, como decía el urbanista Jan Gehl, “lo primordial sea la vida, luego el espacio y después los edificios”. Este presente de futuro exige políticos preparados. Es urgente dejar atrás las ciudades de Monopoly y crear ciudades para vivir en mejor armonía con la naturaleza de su territorio y responder con solvencia a las verdaderas necesidades de sus habitantes, e intentar igualmente medidas urgentes para la recuperación económica desde el retorno al comercio tradicional que genere empleo, apoyos económicos al turismo de clase media que reflote el nivel real de un sector sobre el que planean ya fondos buitres, y al que se deja en segundo lugar favoreciendo delirios de grandeza y nuevos pelotazos para los de siempre.
A.L.: La Farola ha sido también musa de tus artículos, ¿cuál es tu relación con este icono histórico de la ciudad?
G.B.: La Farola es la belleza iconográfica de la esencia cultural de Málaga. Es la deidad femenina y pagana de la identidad mediterránea frente a la falocracia de la vanidad del dinero sobre el paisaje, y el modelo caduco de Dubái. Un referente que sobresale en la cartografía de los puertos porque es uno de los cuatro enclaves femeninos de señalización marítima, y no masculina como lo son los faros de la mayoría de las costas. Debería tener categoría de BIC hace tiempo y es, en sí misma, el ojo y la luz de la cultura del paisaje a reivindicar en lugar del rascacielos que amenaza con dejarla ciega, con disecarla como un objeto vintage del patrimonio de la ciudad que les trae al pairo a quienes desembarcan de fuera para comprar lo nuestro. En su defensa colaboré con un proyecto de movilización plástica en 2017 de Carlos Hernández Pezzi y del pintor Rafael Alvarado el que casi medio centenar de artistas representaron La Farola frente al rascacielos. Ese mismo año presenté esa acción, que siguió activa, en el Congreso Nacional de Periodistas Culturales de Santander y obtuvo un llamativo interés por la batalla del NO a la torre del dique de Levante. La Farola es la Estrella Polar de tierra firme para los navegantes del mar de Alborán y el emblema de una ciudad en defensa de la libertad de su paisaje.
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