05/01/2014
Inauguramos las nuevas colaboraciones del recién estrenado año con un texto reciente del profesor Ramón Soler Díaz, escritor, conferenciante y gran amante del flamenco y la literatura. Os dejamos este delicioso relato escrito en la propia aldea de Lagos, Velez-Málaga, el cual esperamos de paso a otras colaboraciones futuras.
Texto: Ramón Soler Díaz | Fotos: web
No. Entonces no era así. Los que iban por la carretera con bicicletas no eran deportistas. Las tenían para sus cosas: ir a El Morche, acercarse a regar al campo, tomarse un vaso de vino, llegarse a la Caleta, a la Torre, a llevar un saco de almejas, una caja de tomates… o para ir hasta Málaga para algo necesario, no por gusto. No eran bicicletas de carrera ni mountain bikes. No. Eran armatostes antiguos con un faro redondo delante que daba una luz mortecina gracias a la dinamo. A más velocidad más luz, más energía. Como Einstein. Y un timbre gordo al que había que darle con el dedo gordo. Los hombres que las manejaban no llevaban casco, ni maillots, ni ropas con colores chillones. No. Se vestían como vestían aquí los hombres de la mar y de las cortijás. Con ropas ocres, de colores sin color, y calzones con algún que otro remiendo. Y una correa. O una guita, llegado el caso. Y una boina. La boinilla negra. Entonces no se llenaba la playa de cañas domingueramente deportivas. Sport. Stress. Spa. Express. Relax. No. Los hombres se embarcaban y calaban el trasmallo o el palangre, o lanzaban el copo. Y no se ponían camisetas estampadas, ni pantalones cortos enseñando los pelos de las piernas. O piernas depiladas. No. Se vestían con la misma ropa con que montaban en bicicleta, con la misma con la que iban a la taberna, o con la que jugaban al dómino –no al dominó–, al subastao o a la brisca o al tute. Eran las mismas prendas con las que iban al campo. Para tirar de la tralla se arremangaban (uno se remanga para fregar los platos pero para cosas más importantes hay que arremangarse) las perneras de los pantalones y las mangas de la camisa y la chiquillería –los chivarricos– se arrejuntaba para ver saltar los salmonetillos, las temblaeras, las vaquetas, los rascacios (lo que los finolis quieren que llamemos cabrachos), y los chanquetes con algas enmarañadas, y las bogas, las jibias, las chopas y los chopos, los jurelitos, la morralla, los sargos, los boqueroncillos, las herreras y los besugos. Y más. ¡Niño, cuidao con las arañas! ¡Tira esos papurrios! Y luego todos los niños querían empujar el palo del torno para varar la barca. Los hombres arremangados iban y venían relevando los varales que quedaban atrás y los refregaban con sebo o con pencas de chumberas para que la quilla resbalara bien. A unos metros, junto a la casa, los pulpos tendidos al sol en una cuerda, sin pellejo, pescados poco antes solo con una lata, una guita, una pluma y aceite, desfibrados los músculos por mi abuelo Esteban tras la paliza con una caña encima de una piedra del rebalaje. Los mejillones –los morcillones– de las Piedras Hermanas sobre una plancha redonda de bidón, asados en un fuego sobre la arena. Olor intenso a marisco, a marismo, a mar. Y más sol. El que seca los volaores, el que seca la morralla puesta sobre sacos en la azotea. Sol y sal, como escamas en la piel. Parras e higueras, cañadú y chumberas junto a la playa, donde corretean gallinas. Y las uvas y los higos y las cañas y los chumbos ensalitrados. Azúcar y sal. Nouvelle cuisine. Y el alpechín negro ¡hala! a !a la playa, a la arena negra de la playa negra, haciendo meandros, formando islas fluviales en el río negro, intensamente oloroso, como la brea pegajosa de las redes. Pero eso era en invierno, cuando el estiércol mojado de la lluvia perfuma el campo, cuando las horquillas con alúas ensartadas esperan al gorrioncillo incauto. Al río a poner trampas. En invierno. El jersey de lana hecho por una tía, por la abuela, por una tía-abuela, que rueda de niño a niño, heredado. Y el flequillo bien peinado. La humedad nocturna de las sábanas quedó atrás. Menos mal. No te hagas la cama, que se te cae el pito. No, abuela. Y los hombres en la barra: Dame un calibre de aguardiente. O de coñac. Un solisombra. Directo a las tripas. O el vino. El vino por la mañana temprano, antes de embarcarse y también después de desembarcar. Un vaso de vino blanco, de botella con chapilla metálica y tapón de plástico blanco en forma de sombrero cordobés, pero al revés. El vaso siempre hasta el borde, cogido con dos dedos por el borde y llevado a la boca con avidez y temblor. ¡Niño, no me lo llenes tanto que se derrama! Risas del niño. Temblor de manos a la ida y quietud de manos a la vuelta. Breve silencio. Sosiego. Todo bien. Ahora no. Ahora el vino es una combinación de garnacha y tempranillo. O de cavernet Sauvignon. O merlot. Por favor, ¿me da usted una copa adecuada a este vino? Había dos clases de vino: el blanco y el tinto. Bueno, tres, contando el del terreno. Y en vasos de duralex ajados de enjuagarlos con agua salobre, con el mismo aspecto que las cristalinas que se rebujan con los chinorros y las conchas rotas, vidrios sin transparencia de tanto rodar. Rodar y rodar. Rodar y rodar. Like a rolling stone. Oye, cómete la torta de Algarrobo. Toma, que ya le he quitado el papelillo. Sí, abuela. En el merendero, sobre caracolas incrustadas en la pared y rellenas de cemento –ocurrencias de mi abuelo que estarían rifadas en cualquier museo de arte moderno–, estaban expuestas las botellas con nombres imposibles: Loquesea, Cualquiercosa, Beso de novia, Pippermint. La pared blanqueada con cal. Roales descalichados del marismo. Los escaliches. Era la época de los lubumbas, esa explosiva combinación de batido de chocolate y coñac –antes el brandy era coñac–; de los Johnnie Walker comprados de contrabando frente al muelle de Málaga; y de los cartones de Winston americano, que son los buenos, que se reconocían por las letras de la etiqueta azul. Pero eso era para la gente que ya no iba en bicicleta, que no fumaba Celtas ni Bisontes, que no bebía vasos de vino blanco hasta el filo, que se había desembarazado de las boinas, que se ponía camisas holgadamente colorás o a cuadros –cadenita de oro a la vista–, y cabalgaba en una antigua Montesa, en una Bultaco Lobito o en una Derbi Variant, para buscar un ligue, una novia, para ampliar el cerco de sus capturas. Ruido solitario de moto solitaria por la noche, desde la Bajamar hasta Carchín, pasando por la cabecera de mi cama. Chiummm. Luego silencio. Para ir donde sea a tomarse un cubalibre, un pelotazo. Sorbo a sorbo. Discoteca a discoteca. Pa levante, pa poniente. Conejito. Algarrobo Costa. Bau Hoffman a levante, Bau Hoffman a poniente. O Nerja, o la Torre (¡Ay Torre del Mar! ¿Por qué te quiero tanto? ¿Por qué te envidian todos, ay por qué?). Mirando, ojo avizor para lanzar el anzuelo. Los pantalones bien ajustados y campanas generosas, oliendo a colonia, y las narices y los ojos ensanchados. Pero no. Los ojos de los hombres mayores se cerraban mientras se bebían de un tirón el vaso de vino blanco a las siete de la mañana. Los ojos de los hombres que recalaban a primera hora en el merendero, en La Bulería –antes salaero de pescao, con los mismos pescaos y los mismos hombres–, eran chicos y brillantes. Estaban embutidos en caras maceradas por el salitre. Antebrazos con algún ancla tatuada en la mili, con una sirena de azul desvaído enrevesada en vellos canosos. Algún tímido corazón, un pequeño nombre de mujer regastado en el brazo de cuero curtido, de lagarto. Total, frutos de alguna borrachera, de alguna apuesta, de alguna promesa. Caras oscuras y enjutas en cuerpos blancos y enjutos. No había gordos. No podía haberlos. No. Aquellos ojos habían robado toda la luz al cielo y al mar sin parapetarse en gafas de sol. Y el sol se iba y venía la noche, mucho más oscura que la actual, con sus misterios, con sus rinconcitos negros, antes de que instalaran farolas de nuevos ricos, de materiales caros (alguien se habrá ganado los dineros), con obscenas luminarias blancas, igual que la de un hospital o un hipermercado, que impiden ver las estrellas. Para estas farolas –esqueléticas piernas ortopédicas puestas patas arriba– sí que hacen falta gafas de sol. La noche antigua era apenas violentada por luces bajas y amarillentas, hogareñas, que dejaban dormir a los gorriones de las moreras –porque había moreras–, y a la gente en sus casas, que ahora esas luces penetran por todos los rincones de las casas y, ¡joder!, hay que poner cortinas gruesas, como si estuviéramos en un Versalles playero. Esas entrañables farolas de latón dejaban a la vista la mancha lechosa del Camino de Santiago, espuma evaporada de rebalaje. Menos mal que debajo del mismo cielo hay cosas inalterables. Las pitas verticales. Las chumberas orondas. La sinfonía para moto y chicharra en sol mayor. El nocturno en mi menor para grillo y ola. Barcarolas. Ola…, ola…, cri, cri, cri. La molineta a lo suyo, a estar ahí, desmoronándose poco a poco, sin que se note. El horizonte en línea recta, pura. Azul. Y allá en lo alto, la torre de Lagos, un perfecto tronco de cono que desde la mar parece de corcho. Un inmenso tapón que salta de la botella para que luego se derrame el vino del vaso de duralex, también tronquicónico. Salud.
Ramón Soler Díaz
Lagos, 18 de agosto de 2013
Ramón Soler Díaz es coautor junto a Luis Soler Guevara de los libros Antonio Mairena en el mundo de la siguiriya y la soleá y Los cantes de Antonio Mairena: comentarios a su obra discográfica, es autor de la biografía Antonio el Chaqueta: pasión por el cante, y de Lírica acuática: coplas sobre el agua en la poesía tradicional y el flamenco. Recientemente ha publicado La Repompa de Málaga junto a Paco Roji y Paco Fernández. El último libro publicado, junto a Paco Roji, es la triple biografía Cañeta de Málaga, José Salazar y La Pirula.