Texto: Antonio J. Quesada l Fotos: web
El poeta Antonio J. Quesada comparte con nosotros la pasión y la admiración por Miguel Hernández, y escribe este texto que publicamos con motivo del homenaje que el Club de Lectura La Nave Málaga está organizando por el ochenta aniversario de su muerte. El homenaje tendrá lugar en La Nave el próximo viernes 6 de mayo y contará con música, danza, teatro, y por supuesto, mucha poesía.
Un país que mata a sus poetas, ya sea de parada cardio-respiratoria más o menos inducida, de hambre, de penuria o de aburrimiento, no es buen país. Un país o un colectivo que recuerda a sus poetas comienza a merecer la pena. Valorar a los creadores, ruiseñores que hacen que nuestra vida sea más digna de ser vivida, es un acto de justicia, además de una cortesía imprescindible, ante tanto como nos regalan. Es pecado matar a un ruiseñor, como nos enseñara Harper Lee.
Recordar a Miguel Hernández, con ocasión de alguna efeméride o porque sí, sin más justificación, es siempre un acto de elemental justicia poética (la más elevada de las clases de justicia que conozco). Un acto que nos convertirá en mejores, como colectivo.
Miguel, el pastor de cabras en Orihuela, su pueblo y (casi) el mío. Miguel, el pastor de versos y de textos literarios. Miguel, el pastor de sueños que también soñaba y nos ayudaba a soñar. Miguel, pastor que intentó ejercer incluso en Madrid, pero le faltaba la competencia territorial oportuna, como a algunos tribunales de justicia, para guiar rebaños por la Gran Vía en tiempos republicanos. Miguel Hernández: poeta imprescindible.
Debemos a Miguel Hernández una obra poética insustituible, con poemas que están entre los más bellos que haya leído jamás un lector sensible, como la Elegía a Ramón Sijé o las Nanas de la cebolla, entre otros. Debemos a Miguel Hernández un heterogéneo teatro que expone las diversas inquietudes y temáticas que interesaron a su autor, y que nos demuestran que una persona es, generalmente, varias personas.
Debemos a Miguel Hernández un ejemplo de coherencia política y de prédica con el ejemplo que no se puede pregonar de todo creador. Entre tanto revolucionario de salón con uniforme inmaculado, Miguel fue consecuente con su modo de ser y de estar hasta sus últimas consecuencias, pateando frentes, embarrándose en las trincheras y leyendo versos entre cañonazos, hambre y compromiso con la solidaridad y el futuro. Se dice, incluso, que fue imposible cerrar los ojos del cadáver que dejó, a la dramática edad de treinta y un años, allá en la cárcel de la capital alicantina (casi su tierra y casi la mía).
Cuando muere un creador la sociedad se vuelve gris. El mundo es peor. Cuando se recuerda a un creador, sin embargo, nos ennoblecemos todos. Recordemos hoy a Miguel Hernández.
Si tuviese que escoger uno de sus poemas para leerlo en voz alta no tengo dudas. Leería (con voz sobrecogida, pues soy incapaz de leerlo en voz alta sin quebrarme) la Elegía a Ramón Sijé. Posiblemente el poema que más me emociona de la Literatura de todos los tiempos.
Miguel Hernández: poeta imprescindible. Antonio J. Quesada