Texto: Isabel Bono. Fotos: web
Cuando no sé qué leer, cuando no encuentro nada en las mesas de novedades, recurro a mis irrenunciables. Mis irrenunciables: aquellos escritores que no sólo me han acompañado sino que se han hecho uno conmigo. Son mi territorio, son mi país. Son aquellos que tengo presente cada día, cada minuto, y sus retratos cuelgan de mi pared para arroparme y guiarme.
John Fante, el bendito recuperado para la reedición gracias a Bukowski. No recuerdo cómo llegué a él. Quizá, como he llegado a todo lo bueno: gracias a mis amigos que parece que velen para alimentar mis gustos. Seguro de fue Biguri o Masip. Recuerdo que no encontraba ningún libro suyo y mi amiga Begoña Paz escaneó dos libros que encontró en la biblioteca y me los mandó por mail. A los pocos meses, las mesas de novedades gritaban Fante.
La cofradía de la uva me pareció un milagro, uno de esos libros que hay que agarrar si alguien prende fuego a tu casa. También Bandini es uno de esos personajes que se quedan para siempre con uno, incluso mientras te duchas o mientras duermes.
Mientras espero el milagro de encontrarme con otro de los míos, releo Llenos de vida (Ed. Anagrama). Nunca se pudo hacer tanto con tan poco. Una mujer dará a luz antes de que acabe la historia. Está claro. Con Fante parece que nunca pase nada, que el eje del mundo esté oxidado y por engrasar. Pero cuando cierras el libro, el mundo es otro. Sólo había visto a John Fante de joven, cansado, pero joven. Hoy lo vi por primera vez más viejo, y más cansado, sobre su máquina de escribir. Hoy lo amo todavía más.
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