Texto: Quique Jiménez | Fotos: Javier Braojos
El público que abarrotaba el Cervantes para ver a Pablo Milanés era maduro. No en vano el “tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos”. Y aquella generación de jóvenes, que allá en los emblemáticos años setenta nos sorprendíamos con las letras de este trovador cubano (a veces escuchadas en la clandestinidad del cuarto de un amigo, con las ventanas al patio cerradas), hemos sobrevivido al paso de aquellos lodos, y nos hemos convertido en los mansos padres de familia que ahora somos.
Muy atrás quedaron las protestas callejeras, la transición política y el régimen de Franco. También las largas cabelleras y las barbas revolucionarias. Y la autenticidad de los entonces llamados cantautores, que en la actualidad, sin batallas políticas de las que nutrirse, se dedican a luchar por los amores perdidos o por las ballenas del Golfo Pérsico (cosa muy loable). Siempre nos quedará un poco de nostalgia de aquellos años, no por lo terrible de la situación (gracias a los dioses, en parte superada) sino por la juventud perdida y, con ella, las ganas de cambiar el mundo.
Es lo que consigue Pablo Milanés en sus recitales: retrotraernos a esa época comprometida de adolescentes románticos y rabiosos. Y por eso nos gusta tanto a cierto público de cierta edad. Toda la vida del artista, hasta el momento, ha sido un reflejo de acontecimientos, tanto políticos como personales, que el trovador cubano nos narra con una tremenda sensibilidad, como si tomara café con el público.
Hay una autenticidad congénita en todas sus letras, un poderoso peso sonoro que recalca cada frase en sus canciones y que se acompaña de melodías muy personales, sones cubanos mezclados con la musicalidad y cadencia que caracterizan toda su obra. Es el sello Milanés, podría decirse.
Comenzó el recital, acompañado de dos estupendos músicos: Dagoberto González, al violín y teclados, y Miguel Núñez, al piano. Temas nuevos de su último trabajo: Días de gloria del disco de mismo nombre, magnífico testamento sobre los días pasados, y En saco roto y Nostalgias. Con el tema Si ella me faltara alguna vez, ya uno de sus clásicos, consiguió contagiar esa alegría que caracteriza también a muchas de sus canciones. La voz de Pablo es cálida y potente, y aunque ha perdido (lógicamente) algo en agudos, está perfectamente sana.
La comunión entre los tres músicos en escena esa noche, consiguió que el sonido fuese perfecto y nítido. A destacar los sones del violín que acompañaron al público cuando coreaba algunos de los temas más conocidos, comoYolanda que fue bastante a plaudido. Continuó el concierto con temas antiguos como La libertad, El largo camino de Santiago, Dos preguntas de un día (otro tema en el que aclara su postura con respecto a su país, si es que hiciera falta una aclaración...) y La soledad, bellísima canción que precedió a otro emocionante momento de la noche en el que dedicó el precioso y sensible tema La Magdalena a su amigo (y co-responsable del mismo) Joaquin Sabina.
Y el recital llegó a su fin con los compases de Amo esta isla, coreada por el público e interrumpida por el cantante para despedirse y presentar a sus músicos. Los espectadores no querían, como es habitual, dejarle marchar y el cantante regaló un Para vivir antológico, que dejó a todo el público pegado a sus asientos. Magnífico final para un magnífico concierto que se nos hizo muy corto. Memorable...
Pablo Milanés: voz y guitarra
Dagoberto González: violín y teclados
Miguel Núñez: piano y director musical