El pasado 3 de abril nos dejó Antonio de Canillas, una de las grandes figuras del cante que ha dado Málaga. Hoy Andrés Cansino escribe este pequeño homenaje para despedir al artista y al amigo.
Texto: Andrés Cansino | Fotos: web
Tuve la suerte de conocer a Antonio de Canillas con toda la intensidad que se da en la relación de un cantaor con su guitarrista.
El flamenco tiene buena parte de su magia en la improvisación, por lo que los tocaores nos tenemos que meter en la mente del cantaor para anticipar sus reacciones. Además de esa relación psicológica, está la que surge tras muchos viajes y experiencias humanas que se dan alrededor de los escenarios. Por eso, el guitarrista acaba conociendo y queriendo a su cantaor más que a un amigo o familiar.
Antonio tuvo la inexorable motivación de una infancia durísima para refugiarse en su virtud cantaora como única vía de escape. Pero esa dureza fraguó en su persona en forma de una sensibilidad extrema.
Una vez, de camino a una actuación en un pueblo de su Axarquía, me hizo parar el coche en una curva -una de tantas de las que adornan aquel bello y montañoso paisaje- para asomarnos a una vaguada y describirme con emoción la cantidad de noches que había pasado de niño durmiendo allí abajo, asustado por la inclemente soledad del campo y por no extraviar ningún animal de los que había sido encomendado llevar a varios kilómetros de su pueblo cuando el pasto escaseaba.
También llevó siempre en sus letras el dolor de la falta de su madre, de la que quedó huérfano siendo muy niño. Era realmente emotivo escuchar a un octogenario Antonio de Canillas disculparse ante el público por sentir tan presente ese amor de madre que no tuvo.
La forma de ganarse la vida un artista en la Andalucía de posguerra también daba para el guion de muchas películas. Llevo días recordando la alegría con la que iba relatándome tantas anécdotas con las que iba amenizando los viajes en coche camino de las actuaciones, a pesar de que es muy difícil imaginar siquiera la dureza del artista de una época en la que tenían que buscar el pan tras muchos días de cante a señoritos. Antonio fue consciente de que esa formación fue la que le hizo amar aún más el cante y valorar los numerosos momentos de gloria de su carrera.
Él tuvo el don de tener sello, lo que decimos en el mundo del flamenco de aquellos cuyas formas artísticas se distinguen del resto por su personalidad y maestría. Fue creador natural. Natural porque fue su sello lo que le llevó a interpretar los cantes con giros y recreaciones propias que sentaron escuela.
Era admirable en muchos sentidos, pero siempre tuve claro que su fuerza personal residía en su cante, porque el cante siempre fue su refugio y salvación. Siempre me decía: ¡niño, yo lo que quiero es cantar!...y podía estar dos horas en el escenario y, cuando parecía que iba a terminar, preguntar al público qué querían que les cantara más.
La infancia marca a las personas y estoy seguro de que Antonio rezumó toda su vida a través de su cante lo que empapó directamente de la tierra malagueña en aquellas duras jornadas de soledad en el campo de su infancia.
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