Ago 26 2019

Texto: Javier Titos García. | Fotos: Promocionales

Érase una vez… Quentin Tarantino

El enfant terrible del cine norteamericano contemporáneo entrega la que ni de lejos es su mejor película, pero sí, probablemente, la más personal de sus cintas. Usando como punto de equilibrio narrativo la relación entre una estrella del audiovisual venida a menos y su doble de acción. Tarantino hilvana una descabellada fábula en torno al Hollywood de finales de los sesenta, usando como excusa argumental las andanzas de la familia Manson.

Desde que en su estreno en Cannes, la crítica especializada que pudo asistir a una de las dos proyecciones simultaneas que tuvieron lugar en el festival, dejara patente su división de opiniones con respecto a la última entrega del director estadounidense, la película ha cosechado distintas valoraciones entre sus detractores y defensores. Para unos, la historia se pierde en un guión sin pies ni cabeza que no lleva a ningún sitio. Mientras que, para el bando opuesto, ha supuesto un ejercicio de madurez creativa por parte del autor, en la que aparecen reflejados todos los elementos que han sido protagonistas de su cine y han hecho que su sello resulte inconfundible.

Por suerte no ha sido lo que me temía. He de reconocer que tenía pocas esperanzas de que la nueva obra de Tarantino llegara a calarme. Desde Pulp Fiction ha sido un niño al que han dejado jugar a sus anchas, permitiendo que usara los juguetes que le viniera en gana sin dar explicaciones, respaldado por el éxito comercial que rara vez suele darse en directores con visiones cinematográficas tan personales.

Pero es que de sus tres anteriores producciones para mí solo se salva Django desencadenado.

Malditos bastardos fue su berrinche personal para embarcarse en un intento fallido de realizar su Doce del patíbulo en la que, en mi humilde opinión, el tiro le salió por la culata. Metió demasiados ingredientes en la licuadora y su único trabajo como director fue activar el botón de contacto, ofreciéndonos un puré pastoso e insípido que solo se sostenía por las increíbles interpretaciones de Brad Pitt y Christoph Waltz.

En el caso de Los odiosos ocho daba la sensación de que el guión había sido gestado en un retiro espiritual mexicano, bien servido de tequila, marihuana, y habiéndose rodeado de la colección completa de novelas de Agatha Christie. Para colmo, se permitió el capricho de rodar en formato Ultra Panavision 70, porque podía permitírselo y así lo hizo, pero sin que hubiera más justificación que el deseo del director de filmar del mismo modo que se hizo en algunas de sus películas favoritas. Ultra Panavision 70, que se utilizó por última vez en 1966 en el rodaje de Kartum, emplea lentes anamórficas a diferencia de las lentes esféricas tradicionales para crear una espectacular relación de aspecto panorámica de 2.76:1. Y precisamente por eso digo que fue un capricho, porque en una película que transcurre en su mayoría en interiores no tenía mucho sentido su utilización, ni como elemento al servicio de la narrativa fotográfica, ni justificación técnica más allá de constituir una excentricidad que no aportaba nada.

Con Érase una vez... en Hollywood Tarantino ejecuta un discurso fílmico de viaje al centro del cine, a su esencia e idiosincrasia, con sus luces y sus sombras, su épica y su miseria. Es una fábula metacinematográfica, donde da rienda suelta a todos sus fetiches

e influencias; en el que la violencia, por una vez, queda relegada sabiamente a un segundo plano hasta que llega el momento de recurrir a ella, con toda la brutalidad y crudeza a la que nos tiene acostumbrados.

Probablemente su mayor virtud, aparte de ser técnicamente una producción impecable, es haber conseguido como director que las figuras de Pitt y Di Caprio logren desprender una química imponente que sostiene la película de principio a fin. No es redonda, pero acaricia en varios momentos la genialidad de las piezas en las que un creador parece haber dado con la tecla para dejar constancia de su genio.

Se podría decir que está dividida en tres actos, a pesar de que esa separación no aparece indicada formalmente en la cinta. El primero es fantástico. El segundo no está mal, pero le sobra metraje. El tercero... EL TERCERO ES JODIDAMENTE BRUTAL. No defraudará a aquellos que disfrutan con las tracas finales a las que nos tiene acostumbrados el norteamericano. Se nota que se lo ha pasado en grande rodándola. Es divertida, grotesca por momentos, pero terriblemente romántica cuando da rienda suelta a los homenajes que hace a una época crucial del audiovisual y de la cultura pop.

El guión, a pesar de contar con algunas lagunas, está a la altura. No son sus mejores diálogos, pero cuenta con algunos de los flashbacks más desternillantes de su carrera. Siempre echaré de menos la impresionante fotografía de Andrzej Sekuła, el responsable de los ambientes y las texturas de Reservoir dogs y Pulp fiction. Pero el trabajo tras la cámara de Robert Richardson, que, salvo en Death proof, ha sido el cinefotógrafo de confianza de Tarantino desde Kill Bill, es impresionante.

Érase una vez... en Hollywood es un cuento hollywodiense en el que Quentin Tarantino fabula con las luces y las sombras de una época y una industria que conoce a la perfección; por eso se permite hacer lo que quiere, cambiar la historia a su antojo para entregar un trabajo que si hubiera visto recortado su metraje en media hora habría ganado en contundencia. No es una obra maestra, ni falta que hace. Constituye una carta de amor al audiovisual de un tipo que echó los dientes como protorealizador en un videoclub, entre cintas de serie Z, películas de kung fu y series americanas donde iban a morir, como a un cementerio de elefantes, las leyendas del celuloide a las que se les había acabado la buena estrella. Es divertida, brutal cuando tiene que serlo, y un compendio de los posos e influencias de un tipo que se divierte horrores haciendo cine.

No salgan de la sala hasta que terminen los títulos de crédito. Es solo un consejo.

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