Texto: Javier Titos García | Fotos: promocionales web
Las series de Aitor Gabilondo y Rodrigo Sorogoyen confirman el momento de esplendor del que el audiovisual nacional goza en estos tiempos de plataformas digitales online, y promete no ser fruto de estos días, sino la consolidación de una forma de hacer ficción televisiva que ha venido para quedarse.
Qué pensaría Alejandro Dumas si le hubieran dicho, allá por 1844, que los folletines que publicaba en el diario francés Le Siècle serían el germen de lo que ahora entendemos como género de ficción televisivo por entregas, es decir: las series. Esos folletines, criticados en su momento por considerarse literatura de baja calidad, la esencia de la cultura popular del momento, herramientas de entretenimiento necesarias para vender más periódicos a consecuencia de la alfabetización que conllevaron las revoluciones burguesas, ahora se consideran obras maestras en muchos casos. Literatura escapista de consumo masivo con finales en suspense que se servían por entregas. Entre la morralla también publicó con este novedoso formato Los tres mosqueteros Dumas, Los miserables Victor Hugo, y Flaubert su Madame Bovary. El folletín dio paso al serial radiofónico y con la llegada de la televisión acabaron aparecieron las series. Pero el Olimpo artístico y el reconocimiento llegaban sobre todo a los que se dedicaban al cine, siendo la televisión una suerte de cementerio de elefantes para estrellas, directores, guionistas y técnicos venidos a menos, o redil en el que rumiaban profesionales que se dedicaban exclusivamente a la caja tonta porque no llegaban al celuloide. Luego llegaría David Lynch en los primeros años noventa y revolucionaría el medio con Twin Peaks, pero no sería hasta Los Soprano de David Chase que la serie, como formato, compartiría honores y reconocimientos al mismo nivel, incluso más en ocasiones, que el séptimo arte. De esta forma, igual que ocurrió con Los tres mosqueteros, que se comenzó a publicar por entregas para acabar editada en forma unitaria de novela, ahora el fan de turno, después de haberse tragado durante años Juego de Tronos, puede adquirir en una lujosa caja todas las temporadas dándole un sentido de unidad al producto que antes las series no tenían. Desde entonces un nuevo tipo de industria del entretenimiento se fue haciendo cada vez más fuerte. Los mejores guionistas, directores, actores y técnicos han pugnado por protagonizar los proyectos más sonados de las plataformas digitales.
En España el fenómeno ha tardado un poco más en llegar pero era inevitable que ocurriera. Ha habido muy buenas ficciones televisivas, recuerdo por ejemplo La forja de un rebelde, la obra literaria de Arturo Barea que adaptó magníficamente Mario Camus para TVE. Luego, a partir del nuevo milenio, con la eclosión de una nueva edad dorada para el cine español en concreto, y para el audiovisual en general, parece que hay dinero y ganas de dejar de lado complejos y enanismos mentales, y aquellos que se juegan el tipo y el arte para parir ficción de calidad mirando de fronteras para adentro han encontrado su público. Chèjov dijo: “Si quieres ser universal habla de tu pueblo, de tu aldea”. En eso han acertado productores, guionistas y directores: han puesto al país a mirarse al espejo. Antes de Patria y Antidisturbios ya hubo ramalazos de categoría como la adaptación que Jorge Sánchez Cabezudo hizo para Canal Plus de la novela Crematorio del genial Rafael Chirbes, o El día de mañana de Mariano Barroso, que llevó a la pequeña pantalla el libro de Ignacio Martínez de Pisón gracias a Movistar. Fueron los primeros avisos que anunciaban lo que estaba por venir. No ha sido ni casualidad ni una sorpresa para los que seguimos la ficción española por entregas, en la que sobraban cutreces y eran necesarias más obras con enjundia que pudieran mirar de tú a tú a las producciones extranjeras de más renombre y presupuesto.
Había sido un fenómeno literario bestial, y conllevaba un reto muy serio llevarla a la pantalla, por su concepción formal de capítulos cortos protagonizados, cada uno de ellos, por un personaje. Aitor Gabilondo venía de poner en pie proyectos muy flojos como El príncipe, Allí abajo, o Vivir sin permiso, y fui el primero en tener poca fe en él cuando se anunció que sería el capitán de la nave. Pero hay que reconocer que ha estado a la altura, que el presupuesto ha sido administrado con cabeza derivando en un diseño de producción y en un reparto que han sido espectaculares. Entre todos, Elena Irureta y Ane Gabarain han dado vida de forma magistral a dos personajes muy pero que muy complicados, que son los que llevan el peso de la historia. Aunque quizás el mayor acierto de la serie ha sido plasmar mejor de lo que se esperaba la intención que Aramburu tenía con la novela: un reflejo incómodo, tocando una fibra nerviosa que estaba ahí a pesar de la disolución de ETA. Que la hija de un empresario extorsionado podía ir a manifestaciones en favor de ETA, que en una familia con un miembro de la organización terrorista no necesariamente todos los miembros tenían que comulgar con las mismas ideas. El fresco está bien pintado, supone dimensionar correctamente personajes tan resbaladizos, de los que viven en el lodo, como Patxi, el dueño de la Errikotaberna que vigila objetivos y facilita la intendencia de los comandos, el informador del sindicato, el sacerdote abertxale, los que lanzan a los pistoleros pero esconden la mano y no pasaron nunca por un juzgado ni la cárcel. Y sobre todo, dejar claro, sin manierismos ni equidistancias facilonas, que tanta muerte y terror no han servido para nada al fin y al cabo, que la barbarie y el asesinato no tienen justificación. Brutal una de las secuencias finales protagonizada por la madre del preso etarra hablando en la iglesia con una imagen de San Ignacio de Loyola.
En el caso de Antidisturbios, Rodrigo Sorogoyen se ponía al frente de la serie creada por él y por Isabel Peña con el respaldo de ser, a estas alturas, un director consagrado por haber llevado al cine historias de éxito de público y crítica como Madre, El reino, Que Dios nos perdone, o Stockholm; esta última la película con la que lo descubrí, una joyita. Sorogoyen es un maestro del ritmo cinematográfico, de la concepción estilística y formal de los planos de todas sus secuencias, nada está hecho al azar y sin embargo da la sensación cuando uno ve la serie de estar visionando un documental. En gran parte se debe a la espectacular fotografía de la serie, a un guion muy pero que muy bien armado y gestionado, pero sobre todo al elenco y al trabajo de dirección de actores. Porque no solo son geniales los capítulos que dirige Sorogoyen, los que maneja Borja Soler están a la misma altura. El arco narrativo de los protagonistas, su evolución psicológica, el impecable diseño de producción, el sonido, la música magnética de Olivier Arson, todo funciona con una precisión impresionante. Es dura, adrenalínica, un alarde técnico e interpretativo contundente de planos secuencia impecables, y por consiguiente un portentoso thriller que te pide ser visionado del tirón.
Los creadores nacionales pueden mirar el ombligo de la piel de toro sin temor, porque ya saben que si se produce con calidad, el imaginario que nos rodea como sociedad puede ser interesante allá donde se programe, porque las historias bien contadas y ejecutadas pueden ser universales si se llevan a buen término con medios y profesionalidad.