Texto: Javier Titos García | Fotos: web
Víctor Erice filma con oficio y pulso de artesano un largometraje honesto, personalísimo, sin concesiones, que disfrutarán todos aquellos que estén dispuestos a ponerse a los pies de los caballos cinematográficos del que por derecho propio es uno de nuestros mejores cineastas.
El año pasado saltaba la liebre cuando Canal Sur anunciaba que entre sus ayudas al cine se encontraba la nueva cinta de Erice, y claro, el revuelo por la vuelta a la realización de un largometraje por parte del director vasco no se hizo esperar. El proyecto se estaba desarrollando en el más absoluto secreto hasta que llegó el bombazo, y aunque en ningún caso está bien lanzar las campanas al vuelo antes de ver una película, sin duda, para aquellos que consideramos a Víctor Erice una de las figuras más importantes que el cine ha dado a nivel internacional, era un notición.
Erice necesitaba contar esta historia, mucho; tanto que abandona en buena medida parte de los silencios tan característicos de su cine en pos de un guion cargado de diálogos brillantes, guiños cinéfilos, tango y una melancolía formal y de contenido bellísima a la hora de hablar del paso del tiempo y de la memoria, de una forma de hacer cine cada vez más minoritaria, con un aplomo y un saber hacer que al menos a mí me han emocionado y por momentos sobrecogido, sobre todo con un par de planos que quedarán, no tengo ninguna duda, para el recuerdo. La fotografía de Valentín Álvarez es una delicia; el espectador que mira al cine, el cine que mira al espectador, plano y contraplano metacinematográfico. Magia.
La historia está parcialmente ambientada en 2012. Un programa de televisión orientado a desentrañar desapariciones localiza a un veterano director de cine que vive retirado dedicado a la pesca para que participe en el episodio que va a tratar la desaparición de un actor, íntimo del cineasta. Ese director rodó una primera película, quedando la segunda inconclusa en 1990, cuando el protagonista, amigo suyo desde el servicio militar y galán de éxito, desapareció dejando su coche y sus zapatos al borde de un acantilado. De ese segundo largometraje solo están acabadas la secuencia inicial y la final. La investigación del programa televisivo provoca en el director un tsunami emocional y su reencuentro con las personas que conoció en aquellos años, así como el recuerdo de su amistad con el actor desaparecido. Con un guion coescrito con Michel Gaztambide (Vacas y premio Goya por No habrá paz para los malvados), Erice bucea en sí mismo, en su obra y en la de aquellos que le han precedido y le han marcado. Howard Hawks, Juan Marsé, Stenberg, Dreyer; de una u otra forma, de manera más o menos evidente, en el desfile de aparecidos cada guiño es un eslabón en la cadena evanescente que constituye la columna vertebral de la película, que con maneras de alquimista fílmico Erice ha sabido fijar de uno a otro extremo de la historia para que el espectador vaya del punto A al punto Z sin sentir en ningún momento que se está perdiendo algo, incluso a pesar de las elipsis, de los distintos soportes audiovisuales en los que gotea la trama desvelando siempre lo imprescindible, para que el ritmo no pierda el pulso que el realizador ha entendido que necesitaba la película.
Manolo Solo, Ana Torrent y Josep María Pou están magníficos, y José Coronado demuestra una vez más que cuando se deja dirigir es capaz de entregar trabajos interpretativos impecables. Del resto del reparto hay algún que otro secundario que no cuaja en mi humilde opinión. Pero el caso, lo realmente remarcable, es que Erice ha vuelto con una película de notable alto para, parafraseando a uno de sus personajes, mirar al futuro sin temor y sin esperanza en una suerte de oda a la desaparición del yo. El cine como cura, como salvavidas, como nido de claves y cuestiones incómodas que no siempre tienen respuesta; el cine como principio, como final, problema y solución.
En el caso de la obra de Erice siempre se ha podido ver el fondo del barril. Su propuesta siempre ha sido cristalina, honesta, sin trampantojos facilones ni artificiosidades que alejaran sus cintas del propósito principal: contar historias, exponer ideas, hacer lo que le ha venido en gana tratando siempre de no traicionarse a sí mismo, de ser coherente; un lujo en los tiempos que corren, un riesgo, pero me da a mí que al director Vasco estos tiempos le importan poco, y nada que perder o ganar tiene más allá de haber podido hacer el tipo de película que deseaba. Lo demás es caspa sobre los hombros en pleno vendaval.
Hay quien dice que se le ha hecho larga, y es de justicia respetar cada opinión porque son nada más ni nada menos que 169 minutos de metraje, pero a mí, qué quieren que les diga, no me sobra un solo fotograma.
Cerrar los Ojos es un maestro mentando a sus maestros, invocándolos para exorcizarlos de las latas de los casi olvidados cementerios del celuloide, sacando de ese modo sus espíritus a pasear, poniéndolos frente al espectador, sin trampa ni cartón, sin artimañas. ¿Hay algo más hermoso que eso? ¿Más emocionante? ¿Más digno? No lo creo.
¿Es su mejor película? No.
¿Importa eso? ¿Lo ha pretendido Erice? No.
No se la pierdan.