Texto: Javier Titos García | Fotos: promocionales / web
El segundo largometraje del director norteamericano nos invita a sumergirnos en los delirios que produce el aislamiento compartido...
Nos invita a exponernos a los monstruos que se gestan en las mentes disociadas de los que sueñan en la soledad de los parajes más terribles y salvajes, en un ejercicio cinematográfico apabullante de estética expresionista cargado de reminiscencias góticas, con una pareja de actores en estado de gracia que deberían estar nominados a los Oscar y cuya ausencia entre los propuestos demuestra que la cita con la Academia, más que una gala de premiación, es una feria de buhoneros audiovisuales.
Tras el éxito de La bruja (2015), Robert Eggers vuelve a servirnos una historia de terror psicológico mediante un viaje a los pretéritos de un rincón asolado de su tierra natal, Nueva Inglaterra. Si en su primer largometraje eran los parajes de Massachusetts del siglo XVII los espacios protagonistas, habitados por una familia de colonos puritanos de la época, para trasladarnos con pulso lento pero decidido hacia un cuento de horror preñado de paganismo y brujería, en esta ocasión nos sitúa en un faro perdido de la civilización, mar adentro, en el siglo XIX, para que acompañemos a los fareros en su progresiva y desquiciada caída en la locura. En La bruja el reducido y aislado grupo de protagonistas veía cómo sus temores se encarnaban en los habitantes de las profundidades del bosque; en El faro es el imaginario marino, con toda su fauna y mitología, el que funciona como caldo de cultivo de los delirios de los protagonistas en una obra de arte pegajosa, asfixiante, sucia, que transita durante todo el metraje entre lo real, lo sobrenatural y lo onírico.
La trama es simple en sus aspectos primarios. Un joven, Ephraim Winslow (Robert Pattinson), desembarca en una isla de Nueva Inglaterra para desempeñar, durante cuatro semanas, la labor de ayudante del veterano guardián del faro, Thomas Wake (Willem Dafoe), un viejo marinero retirado en tierra firme debido a su pata de palo, que encuentra en su solitaria dedicación una manera de mantenerse unido al océano. No hay nadie más habitando el lugar, en una roca inhóspita perdida mar adentro. Wake es un patrón autoritario que hace que el joven Ephraim se haga cargo de las tareas más duras sin dejar que se acerque en ningún momento, y bajo ningún pretexto, a la cúpula donde reina la linterna del faro, que parece ejercer sobre el viejo lobo de mar una poderosa atracción. Y a partir de aquí es mejor no contar mucho más para que el espectador se enfrente a la trama sin mucha más información, a la progresiva decadencia psicológica a la que los dos personajes se ven abocados entre tormentas, litros de alcohol, fauna marina, y la mitología de un espacio salvaje que aísla a los dos protagonistas y los hace trastabillar emocionalmente por la frontera que separa la realidad del delirio, que se va volviendo cada vez más difusa a medida que se suceden los acontecimientos y avanza la historia, sostenida por un guion simple pero terriblemente certero y eficaz.
Robert Eggers pertenece a esa nueva generación de jóvenes cineastas que, lejos de abandonarse a las comodidades y facilidades de la producción digital y a las premisas de la ficción más comercial, se reivindican jugando manos de cartas arriesgadas al retornar a las prácticas más artesanales y clásicas de un cine analógico y de autor al que están dando una nueva oportunidad para regocijo de los más cinéfilos. El realizador demuestra un extremo afán realista en la recreación de la época que quiere plasmar, sobre todo en el esmero casi patológico con que reproduce el habla de los dos fareros, especialmente en el caso del personaje de Dafoe, que usa un léxico y un acento ligado al universo marino del lugar y la época en la que se desarrolla la trama. Cada edificio que aparece en pantalla se construyó para la ocasión: el faro de veinte metros, la casa de los fareros, todo un atrezzo perfectamente desarrollado por un equipo de arte que ha hecho un trabajo espectacular. Además, durante los tres meses que duró el rodaje, si no llovía había una máquina de lluvia funcionando para que la atmósfera fuera una constante. Por otro lado Eggers recurre a una estilización brutal a la hora de desarrollar esta historia demencial al haber rodado en 35 mm, en blanco y negro, y con una relación de aspecto en pantalla de 1.19:1 parejo al que utilizaron algunas obras maestras en la época de la transición del mudo al sonoro, como Amanecer, de F.W. Murnau, o M, de Fritz Lang. Eggers junto a su director de fotografía, Jarin Blaschke, ha ido más lejos todavía realizando numerosos experimentos técnicos para dotar a la película de una estética poderosa, filmada en un formato casi cuadrado al que me he referido con anterioridad, empleando dos objetivos de 1912 y otro de la década de 1930 y jugando con filtros ortocromáticos que lucen sobre todo en los primeros planos y en los retratos de los apabullantes paisajes naturales.
Está presente en esa fotografía que prioriza los claroscuros y en los efectistas juegos de iluminación que aportan una atmósfera inquietante y sucia, con una fotografía de grano grueso bellísima. La influencia expresionista se nota también en el montaje, que no engarza una narrativa lineal, para tratar de difuminar la frontera que separa la realidad de la locura a través de portentosos insertos de fantasías mitológicas que aturden por su grotesca belleza. Igualmente es expresionista el diseño sonoro, envolvente, desasosegante: la sirena de niebla, el bramido del azote de las olas y del viento, la lluvia casi constante, que discurren por derroteros alejados de la concepción realista de la construcción del espacio sonoro al uso. Está claro que Eggers tenía muy clara la atmósfera de la película mientras escribía el guion. El blanco y negro tiene algo capaz de dar vida al lugar desapacible en el que se desarrolla la trama y así llevar la historia a otro nivel. El lenguaje audiovisual es tan específico que todo en la producción está integrado para que no puedas separar a los protagonistas de la localización. Los detalles son acumulativos, el atrezo, el diseño sonoro, la fantástica partitura del canadiense Mark Korven, las interpretaciones de Dafoe y Pattinson, todo es de una verosimilitud increible y hacen que la película transporte al público más allá de la pantalla de manera que puedas casi sentir cómo el mar embravecido o la lluvia te mojan la cara; oler el sudor, el alcohol, el aceite de la lámpara del faro, la suciedad y hasta las ventosidades del personaje de Dafoe. Pareciera en algunos momentos de la proyección que la película pretenda engullirte, y esa es una sensación poderosa que desquicia por momentos si aceptas perderte en la película confiando al cien por cien en el director.
Las interpretaciones son el resultado del arduo trabajo de dos actores en estado de gracia dirigidos por un realizador que sabe perfectamente lo que demanda de sus capacidades interpretativas. Pattinson, lejos de achantarse frente a un monstruo de la interpretación como es Willem Dafoe, entrega una actuación sobresaliente que hace que uno se plantee por qué constantemente se hace referencia a él como el eterno vampiro brillante de la horrible saga Crepúsculo, puesto que a estas alturas de su carrera ha trabajado con directores de la talla de David Cronemberg, los hermanos Safdie, Claire Denis, Nolan, Ciro Guerra, Anton Corbijn o Werner Herzog. Sus dinámicas son excelentes y sus cambios de registro dentro del mismo papel enriquecen la película. Lo de Willem Dafoe es harina de otro costal, si ya cuenta en su haber con trabajos magistrales, con su interpretación de viejo lobo de mar encargado del faro alcanza cotas dramáticas solo al alcance de los más grandes. Sus gestos, sus evoluciones y transiciones de carácter, hasta la forma de soltar ventosidades pasando de lo cómico a lo demencial, están solo al alcance de muy pocos actores vivos.
Más allá de las referencias evidentes, como la obra de Melville o Lovecraft, pero en especial de Hodgson; hay mucho del dramaturgo Harold Printer, sobre todo el conflicto entre dos hombres de generaciones distintas que soportan sus respectivas cargas de culpa y la lucha por la dominación, con una dinámica a ratos reversible, de dos personajes intentando acaparar el espacio que ocupan, exactamente como dos actores que intentan llenar y hacer suyo el set en el que interpretan sus papeles. Existe una tensión homo erótica en la relación entre el viejo farero y su aprendiz a pesar de sus preferencias heterosexuales, y algo de eso se aprecia en la influencia que en algunos planos tiene la película en los que casi calca la obra del pintor y escultor alemán Sascha Schneider, famoso por sus obras sobre desnudo masculino y homoerotismo; y si no, cuando vean la película, si no la han visto aún, busquen su obra: Hypnose. ¿Les recuerda a alguna poderosa escena de la cinta de Eggers? Seguro que sí. El homenaje es más que evidente.
Habrá muchos que no toleren los excesos de la segunda película del director norteamericano, que no aprecien su hermosura y su contundencia, que piensen que no ocurre nada durante la progresión del metraje, cuando en realidad ocurre de todo, pero con un ritmo propio. Es un trabajo claustrofóbico, una montaña rusa de emociones que exige la total sumisión del espectador, como el que acepta caer hechizado, y a mí personalmente eso me encanta en una película como esta, porque me gusta que en ocasiones el terror psicológico me someta a una experiencia extenuante al mismo tiempo que placentera, algo que no deja de ser un tanto masoquista, y por eso digo que a muchos no les gustará. Solo sé que en la sala tuve un orgasmo cinematográfico.... y en el cine.... no soy de orgasmo fácil. Hacía mucho que no salía de una sala noqueado. Al salir a la calle eché a andar sin saber muy bien a dónde iba... luego me di cuenta y tomé el camino a casa. Estéticamente El Faro es una obra de arte. El duelo interpretativo entre Pattinson y Dafoe es de los mejores que he visto, simplemente brutal. Robert Eggers es un digno alumno de Bergman, también de Kubrick, y ha conseguido hacer una película alucinante, alucinada, que no gustará a la mayoría, ni falta que hace, eligiendo una forma de hacer cine de otro tiempo y otro lugar. Seguí caminando como un idiota hasta llegar a casa; vapuleado, fascinado.
Por el amor de Neptuno… véanla en versión original, no hay punto de comparación. Se pierde la mitad de la interpretación con el doblaje… la forma en que hablan Pattinson y Dafoe… Háganme caso y lo entenderán.