Texto: Javier titos García | Imágenes: promocionales web
Un ejercicio cinematográfico notable; una fábula inquietante, certera, perfectamente equilibrada sobre el filo de la navaja de lo verosímil. Un drama aterrador disfrazado de comedia negra que cuando se quita la careta resulta perturbadora.
A estas alturas a nadie debería extrañarle que el cine oriental nos regale este tipo de cintas, rebosantes de una arquitectura narrativa envidiable y una factura técnica que adelanta por la derecha a la mayoría del cine occidental, apostando por el respeto a la identidad creativa de sus directores y equipo técnico. Bong Joon-ho no es un nombre nuevo en la industria, ya nos ha hecho disfrutar en una sala de cine con cintas magníficas como Memories of Murder, Mother, Snowpiercer y Okja, pero su universo personalísimo alcanza cotas casi magistrales en las dos horas y diez minutos que dura su última película.
El guion, vestido de tragicomedia familiar, que juguetea con el thriller y araña en ocasiones lo sobrenatural en forma de artefacto engañoso, dibuja la realidad de dos familias, una de clase baja que comienza a infiltrarse en la otra, de clase alta, sustituyendo poco a poco al servicio doméstico utilizando artimañas y subterfugios con los que retrata una pesadilla enfermiza en la que indaga en los anhelos, vicios y miserias de sus protagonistas, ahondando en las simas de las desigualdades sociales que conlleva el sistema económico neoliberal. Sobre todo en una primera parte que resulta deslumbrante, cruel, como si el argumento hubiera sido ideado por un Hitchcock moderno puesto de metanfetamina, demostrando que, sin rendirse a los tópicos más estereotipados, se puede realizar cine social de alto octanaje haciendo un uso tremendamente inteligente de los personajes y del espacio fílmico donde se desarrollan.
Ese uso de los espacios, donde la trama tiene lugar y donde habitan los individuos, usados metafóricamente como reflejo de la sociedad en la que acontece la trama, es uno de los mayores logros de Bong Joon-ho como director, y de Kyung-Pyo Hong como cinefotógrafo. Jugando con la claustrofobia existencial, los deseos y miedos de clase, en secuencias donde no sobra ni falta un solo plano, todos perfectamente perpetrados como quien ha planeado un crimen a conciencia.
La cinta funciona igualmente bien cuando el desarrollo de los personajes y de la historia permanecen firmemente controlados que cuando se desata en una casi alucinógena y feroz puesta en escena final, donde se delatan los impulsos creativos del director, en una fanfarria visual entre lo teatral y lo operístico, que detona de la mejor manera posible: cuando menos te lo esperas y el último explosivo de la traca te deja con los ojos abiertos como platos.
Está claro que Bong Joon-ho está destinado a ser uno de esos directores de los que esperaremos ansiosos sus siguientes trabajos. Por aportar personalidad independientemente del género que manejen sus obras venideras, porque es solvente, visualmente imaginativo y generoso con el espectador sin caer en el onanismo creativo; porque con Parasite ha demostrado que se puede hacer una película formidable cuestionando sociopolíticamente la sociedad en la que vive sin renunciar a divertirnos, con análisis y reflexiones que se esconden tras el humor y las situaciones más bizarras llevadas a cabo con ingeniosas ideas y aportes cinematográficos que hacen que a uno le cueste recuperarse después del visionado de la película.
No se la pierdan.