Texto: Javier Titos García | Fotos: promocionales
The Young Pope y The New Pope: Sorrentino desatadoSorrentino se lo pasa en grande entregando un proyecto que no son dos series, sino una película de diecinueve capítulos. Un trabajo embriagador con efectos visuales fascinantes para poner en pantalla las maquinaciones que se dan en el Vaticano. Su propuesta es traviesa y atesora todos los ingredientes necesarios para que acabe convertida en serie de culto.
A estas alturas Paolo Sorrentino tiene poco que demostrar después de haber facturado algunas de las mejores películas del cine europeo contemporáneo. Ha sido un creador inteligente al diluir sus influencias en un caldo de cultivo en el que ha fermentado una visión personalísima del mundo y del cine, y estas aventuras vaticanas son prueba de ello.
En los diez primeros episodios se percibe que la serie busca crear su propuesta y su ritmo a medida que avanza, y si se abandona uno al ideario e imaginario del director italiano nos encontramos con una obra coral que hace preguntas muy provocadoras sobre la naturaleza del poder y la fe, manteniendo un equilibrio que sería imposible en otro autor al calibrar lo mordaz y lo extravagante con lo espiritual y trascendente.
Sorrentino ha reclutado a un grupo de actores soberbio entre los que destacan un Jude Law estratosférico y un John Malkovich que no entregaba una actuación igual desde La sombra del vampiro de E. Elias Merhige. Silvio Orlando, en el papel de Secretario de Estado del Vaticano, firma un personaje para lo posteridad del audiovisual, nuestro Javier Cámara se codea con ellos y está a la altura de las circunstancias junto a Diane Keaton y una seductora Cécile De France, entre muchos otros (míticas las apariciones de Marilyn Manson y Sharon Stone haciendo de sí mismos).
Como pasa con la mayor parte de la obra de Sorrentino, esta crónica vaticana no deja otra opción que tomarla o dejarla, o te encanta o la odias, no creo que haya término medio, debido a su personalísimo ejercicio del ritmo y de la narrativa en el uso del guion y la portentosa fotografía de Luca Bigazzi, que consigue unos efectos lumínicos característicos de la pintura italiana de los siglos XVI y XVII en algunas secuencias que resultan memorables. Tanto los créditos de apertura como los finales de cada episodio son pequeñas obras de arte que abren y cierran cada entrega y que conforman una colección de pequeñas piezas hermosísimas, cautivadoras y transgresoras fantásticamente musicalizadas.
Es una propuesta intensa, enigmática, una exploración profunda de los estratos ocultos y misteriosos del Vaticano, jugando con un extraño fervor agnóstico que en mi caso me ha cautivado desde el minuto uno. La galería de personajes perfectamente diseñados es una pieza clave de esta fantasía irreverente que resulta divertida y angustiante en una trama brutal hilada por el italiano y sus secuaces al querer mostrar un punto de vista, desde lo secular y lo escéptico, del sectarismo. Sorrentino es un especialista en tratar las relaciones de poder, como se aprecia en muchos de los títulos de su filmografía en los que además es experto en cuestionar los aspectos de la condición humana , en este caso concreto valiéndose de la óptica que le proporciona la lente de la religión. Lo mismo se recrea en escenas bellísimas de las obras pictóricas renacentistas que parodia comerciales que podrían pasar por campañas publicitarias de marcas de moda y perfumes. Eso le aporta un punto descerebrado por momentos, y al mismo tiempo tremendamente trascendente, y eso es muy pero que muy complicado de ejecutar sin caer en el ridículo de la caricatura.
Las dos series son un compendio de las influencias que ha manejado Sorrentino a lo largo de toda su carrera. Cita diversas disciplinas artísticas así como los iconos populares que han protagonizado su vida, demostrando así el enorme poso de conocimiento que posee, utilizándolo para conseguir un mayor impacto visual y ganarse con esa treta la complicidad del público. Utiliza, como recursos estilísticos para rendir homenaje a la historia del arte, la disposición de planos y secuencias como tableaux vivants, con los que dota a sus imágenes de una cualidad pictórica bestial subrayando y potenciando así su sentido estético.
A lo largo de los diecinueve episodios se suceden homenajes y destellos de sus influencias cinematográficas: Federico Fellini, Martin Scorsese, Pier Paolo Pasolini, Nanni Moretti, Sergio Leone, Terrence Malick, incluso Tarantino en esos recorridos transversales de captación lateral a cámara lenta en los que los personajes se mueven entre lo místico y lo mundano saltando a un lado y al otro de la frontera entre lo santo y lo perverso. Además, en la segunda parte, hay momentos oníricos, y no tanto, en los que bebe del mejor David Lynch, componiendo escenas por momentos surrealistas, tremendamente inquietantes.
Es curioso que la serie de Sorrentino haya suscitado tantas críticas desde los sectores más ultraconservadores del catolicismo, aludiendo que el cineasta italiano se muestra irredento con la fe cristiana y sus figuras más destacadas, cuando para mí sucede todo lo contrario, Sorrentino eleva los conceptos herméticos, místicos y misteriosos de la religión, pero eso sí, dando palos sin cuartel a los excesos y la hipocresía de las estructuras de poder de la Iglesia Católica. Es como si a mí, como demócrata, me ofendiera que un cineasta pusiera sobre la mesa las maquinaciones de aquellos de nuestros dirigentes que actúan de forma corrupta haciendo y deshaciendo sus chanchullos en una pantalla que encuentra sus mayores virtudes al denunciar la podredumbre del ser humano. Hay momentos muy hermosos referidos a la fe, pero si uno quiere quedarse en la provocativa puesta en escena del director allá cada cual. Se puede leer en redes sociales a los sempiternos adalides de la moral criticar que estos creadores como Sorrentino no se metan con otras religiones como la musulmana, afirmando incluso que en el mundo islámico no se den estos casos; y yo pienso, entonces, que cada cual habla de lo que tiene cerca, de lo que conoce, de lo que le ha tocado vivir piel con piel, y en el caso del italiano es obvio que sus películas sobre la clase política italiana y su relación con el Vaticano son frescos de una realidad que muchos no quieren ver, porque es incómoda.
Además, todos aquellos que afirman que en el mundo musulmán no se dan estos casos, son aquellos que en su vida han visto cine facturado en esas tierras, entonces sabrían de la cantidad de cineastas Iraníes como Bahman Magsoudlou, Mohammad Rassoulof o Bahman Ghobadi, perseguidos por sus críticas al régimen religioso de los Ayatolás, o el caso de la directora Saudí, Haifaa Al-Mansour, que tuvo que dirigir su primera película, La bicicleta verde, a través de intercomunicadores, escondida en una furgoneta para no ser detenida. Lo que pasa en realidad es que a muchos les encantaría que estas formas perversas de censura del islamismo más radical se dieran en occidente del mismo modo. Leer para creer, pero en fin, viendo cine internacional se caen muchos estereotipos, pero hay a quien no le interesa ver aquello que pueda desmontar su discurso
La serie de Paolo Sorrentino es una propuesta para admirar, más que para disfrutar, aunque según para quién, una cosa lleve irremediablemente a la otra. Habrá quien la ame y quien la odie, por razones estéticas, filosóficas o religiosas, lo que está claro es que no hay actualmente en este exceso de ficción televisiva ninguna propuesta audiovisual tan original y bella en sus formas y contenidos.