11/05/2019. Auditorio Provincial Edgar Neville. VI Bienal de Arte Flamenco de Málaga.
Texto y fotos: Javier Rodríguez Barranco
El espectáculo comienza con tonos muy lorquianos: fondo negro y vestidos negros para recordar el ambiente de Yerma, de las Bodas de sangre y, sobre todo, de La casa de Bernarda Alba: incluso Lucía empieza la función sentada en una silla de anea en actitud de duelo Un cuadrado de luz se proyecta sobre la base del escenario y cada uno de los cantaores ocupan un vértice con el guitarrista en el cuarto. La percusión queda al fondo, en el centro.
Lucía traza entonces lo más sombrío de su arte, bajo el aura de voces quejumbrosas. Poco a poco, la bailaora va despidiendo uno por uno a los cantaores y al guitarrista. Ella misma sale de escena y queda solo el percusionista sobre el cajón flamenco, que abandona para ocupar su puesto junto a otras opciones de percusión: sentado aún sobre el cajón, el yembé, los timbales, los platillos adquieren un protagonismo inusitado en el mundo jondo y al espectador no le cabe ya ninguna duda de que el espectáculo innovará sobre el formato habitual.
No tenemos ahora al tradicional cuadro flamenco de guitarra, cantaor/-a, cajón y palmeros, sino una disposición imaginativa que altera su posición en el escenario, incluso se llega a dar la espalda al público: esto último, Stanislavski no lo hubiera permitido. Para nada. Tan sólo la percusión permanece estática, pero ya hemos comentado que la percusión no es exactamente la percusión flamenca.
Dinamismo en la puesta en escena, que se corresponde también con el tono cambiante del espectáculo que, poco a poco, evoluciona hacia fórmulas menos luctuosas, no en vano, según se recuerda en el programa de mano, en palabras de “La Piñona”, “Emovere, palabra que procede del latín (movimiento hacia el exterior o ponerse en movimiento) da nombre a este espectáculo que nace a partir del impacto que tienen sobre mí ciertas emociones que tato de plasmar a través de mi cuerpo y las herramientas de las que me rodeo.
Entonces uno, apalancado en su localidad del patio de butacas comprende que Lucía está jugando con él, que Lucía le somete a la tensión propia del gato, gata en este caso, y el ratón, pero que en este caso, el maldito roedor es él.
Lucía baila para dibujar escenas en las tablas, se insinúa y rechaza a los cantaores e incluso se esbozan momentos propios de la intensidad de la isla de Lesbos. Un planteamiento de atracción repulsión en escena que se va conformando en la alternancia de cantaores, palos en ejecuciones que rayan en la heterodoxia, y, por supuesto, evolución en el vestuario de Lucía, pero a quién le importa lo que ocurra a los cantaores, cuando uno sabe que es él el objetivo de toda la danza, cuando adquiere la certeza que todo eso se ha trazado para atraparle entre las garras de la gata. La bailaora se acerca y se aleja; le asusta, pero le deja; se lanza y se contiene. Y uno se esconde, asoma el hocico, busca amparo.
Lucía detiene en ocasiones el baile e incluso se queda completamente rígida, pero eso no es nada más que para este humilde ratoncillo respire y coja fuerza. Lucía se relame, sabe que la presa es suya y permite un poco de vidilla al mur antes de acometerlo directamente. ¿De qué le vale un ratón agotado? ¿Cómo divertirse así? La gata quiere seguir jugando.
Suenan entonces los ecos de Lole y Manuel, pero en un tono más áspero que los terciopelos con los que la voz de la familia Montoya nos tiene acostumbrados.
Para mayor seducción, la puesta en escena adquiere tintes de teatro de vanguardia, con proyecciones al fondo y luces iconoclastas sobre las tablas.
Lucía sigue alterando su vestuario hacia opciones cada vez más luminosas y este roedor es incapaz de sustraerse al poderoso magnetismo de su presencia. Si ella, alza los brazos, él se protege, pero la adora; si ella camina hacia la izquierda, él escapa hacia la derecha, pero no puede evitar seguir mirándola; si la bailaora tontea con un cantaor, el ratón hierve de celos, porque sabe que nada bueno para él puede para su integridad física puede salir de todo esto, pero su resistencia afectiva hace agua por todos lados.
Llega un momento es que, por fin, Lucía despide a los demás miembros de la compañía con un clavel blanco, que luego deposita en el centro del escenario y sale ella también. El ratón piensa que puede entonces respirar tranquilo, que ha sobrevivido al espectáculo, simplemente porque la bailaora ha optado por no devorarlo en ese momento, ella sabrá la razón.
Pero no es así: en el crescendo luminoso que se ha observado en el vestuario de Lucía durante todo el espectáculo aparece ahora con falda blanca, corpiño multicolor, sombrero cordobés y todo el cuadro canta Al garrotín en pleno jolgorio sensual. Es ahora cuando el roedor comprende que ha de rendirse, que ya da igual, que se ha resistido hasta donde ha podido, pero la gata, por fin, le ha devorado en su celada.
Idea original y coreografía: Lucía Álvarez, “La Piñona”
Dirección artística: José Maldonado
Composición musical y guitarra: Francisco Vinuesa
Cante: Eva Ruiz, “La Lebri”, Pepe de Pura y Moi de Morón
Percusión: Javier Teruel