29/01/2017. 34 Festival de Teatro de Málaga. Teatro Cervantes.
Texto y fotos: Javier Rodríguez Barranco
Desde luego que el título ya nos predispone positivamente: Inventos y reencarnaciones. Por ello, lo que acontece en el escenario no nos puede decepcionar.
El último montaje de Lindsay Kemp se articula sobre siete fragmentos y no nos parece casual que así sea, puesto que la simbología asociada a ese guarismo no puede ser más intensa: nada menos que el número mágico de Saturno, señor de la melancolía, siendo así que durante milenios, antes de que se descubriera la serotonina y se acabara el romanticismo, la melancolía ha estado asociada a lo más sublime y a lo más canalla. Eso es lo que nos transmite el Problema XXX, 1, de la antigüedad griega, falsamente atribuido a Aristóteles, lo transformara radicalmente, puesto que el planteamiento de este Problema no puede ser más elocuente: «¿Por qué todos los que han sobresalido en la filosofía, la política, la poesía o las artes eran manifiestamente melancólicos y algunos hasta el punto de padecer ataques causados por la bilis negra, como se dice de Heracles en los [mitos] heroicos?». Porque la melancolía ha sido, es y será, con o sin serotonina, la persecución de lo inasible, el afán de trascender, la necesidad de llegar más allá, la angustia ante la caducidad, que unas veces se resuelve con acciones heroicas o creaciones artísticas y otras, mediante actitudes antisociales.
Pero es la primera de esas opciones, la búsqueda de la belleza, lo que nos interesa en estos momentos dado que Invenciones y reencarnaciones comienza con una pieza titulada Recuerdos de una traviata, construida sobre la música de Giuseppe Verdi y con una interpretación magistral del propio Lindsay Kemp, donde asistimos a la encarnación de la pena: completamente ataviado de blanco, pintadas del mismo color las partes de su cuerpo que no están cubiertas por el vestido, el bailarín nos muestra el sufrimiento por la perennidad, cuyo único apoyo escénico son un diván y un espejo. Con tan simples elementos el artista británico logra que penetremos en la esencia del alma dolorida.
La segunda pieza, La femme en rouge, con interpretaciones de Daniela Maccari e Ivan Ristallo, tiene algo de Le bal (1983), la película de Ettore Scola, y si en Recuerdos de una traviata asistíamos al dolor por la fugacidad, en la que ahora nos ocupa se nos muestra a Venus y Marte. Por el atrezo mínimo y la indumentaria de los actores, puede inferirse que nos hallamos en el París de primer tercio del siglo XX, también por la música de Maurice Jaubert y Augusto Baldi en que se apoya. Sensualidad y pasión girando en el escenario hasta que una voz en off nos sitúa en la invasión nazi de 1940. Tánatos persiguiendo a Eros, por lo tanto.
La tercera pieza, brevísima, por cierto, el La flor, interpretada por Lindsay Kemp en exclusiva y con el soporte musical del Laudate Dominum, de Mozart. Brevísima, como acabamos de sugerir, pero cargada de intensidad puesto que en ella se escenifica el momento sublime de la muerte. No puede extrañar, por lo tanto, que resuene con especial énfasis la palabra «Amen» de la música del compositor salzburgués. Es el final de los afanes y la aspiración a una realidad superior lo que aquí vemos. Es la flor que morirá, pero para la que se espera otra primavera.
Llegamos así a la pieza central, sin duda la más compleja en su ejecución, pero construida sobre una escenografía prácticamente nula. Se titula Mi vida, de Luc Bouy, y utiliza la música de Gregorio Paniagua, Francisco Tárrega y Arvo Part. Pero a pesar de su título, Daniela Maccari, Ivan Ristallo y James Vanzo danzan para mostrarnos el gran triunfo de la muerte en una serie de vaivenes entre los tres bailarines donde parece que hay margen para la ilusión. Pequeñas victorias parciales de la vida parecen apreciarse, la tristeza deja paso a la esperanza en alguna ocasión, donde los actores se visten de blanco, pero es el inexorable designio de la dama de negro lo que acaba imponiéndose. Es el de la sangre el color que impera al final en lo que creo apreciar un guiño a La máscara de la muerte roja, la narración de Edgar Allan Poe. Cierto parecido tiene también el atavío de la muerte en el montaje de Kemp con la de El Séptimo Sello (1957), de Ingmar Bergman.
Particularmente interesante se me antoja Fragmentos del diario de Vaslav Nijinkski, la quinta pieza de las que componen Inventos y reencarnaciones, con música de Carlos Miranda, que se inicia declamando «¡Yo soy el juglar de Dios!», que necesariamente evoca Francisco, juglar de Dios (1950), de Roberto Rossellini. Idéntico afán místico en Nijinski y en el santo de Asís, para quien el Creador se hallaba en cada mínima brizna de vida, pero que en la obra de Kemp se ve corrompido por un impulso satánico incontrolable. Es el momento más complejo de Inventos y reencarnaciones con la participación de cinco actores en escena y se trata sin dunda del episodio más saturnal de la función. Incluso vemos a una madre matando a su hijo.
El cisne, sin embargo, con música de Camille Saint Saens y danza de Daniela Maccari, penúltima de las evocaciones de la obra que estamos comentando, es pura sutileza: tan sólo unas breves insinuaciones para sugerirnos la vida más allá de la vida.
Hasta culminar con El ángel, sobre una partitura de Verdi, interpretado en exclusiva por Lindsay como una gran apoteosis de la esencia. La inmortalidad de lo intangible. La elevación de la pureza. El éxtasis de la belleza.
Podemos afirmar, por ello, y así acabo esta crónica, que Inventos y reencarnaciones nos ofrece al Lindsay Kemp con mayor anhelo de trascendencia construido sobre un montaje donde la ingravidez se impone.
Palco Tres Gestion S.L. y Scenalia Produce
Idea y puesta en escena Lindsay Kemp
Con Lindsay Kemp, Daniela Maccari, Ivan Ristallo, David Haughton y James Vanzo
Coreografías Lindsay Kemp, Daniela Maccari, Luc Bouy y Marco Berriel
Música W.A. Mozart, G. Verdi, G. Paniagua, F. Tárrega, A. Pärt, M. Jaubert, A. Baldi y C. Miranda
1.20 h. (s/i)
www.scenalia.com