28/05/2017. Sala Joaquín Elejar. Colectivo Cultural Maynake.
Texto: Javier Rodríguez Barrano | Fotos: Laura Fernández Pereiro
Que digo yo, vamos a ver, y por favor que nadie se sienta ofendido por la pregunta, pero ¿para qué queremos la muerte si tenemos ya la vida? No, en serio, ¿de verdad que alguien piensa que lo que nos espera después del Gran Final, si es que nos espera algo, es peor de lo que ya tenemos? Yo es que no lo tengo nada claro que lo que venga luego, si es que viene algo, sea peor que esto.
Sobre todo si examinamos la realidad de la España rural, en general, y de la Andalucía rural, en particular, porque mantener a estas alturas de la película una especie de ensoñación bucólica de lo que es el campo en la piel de toro, es tan absurdo como un campeonato de lanzamiento de peso en la luna.
Y eso es exactamente lo que nos muestra Úrsula, sobre un texto y montaje de Elena Hernández, puesto que la vida en la Andalucía profunda se construye sobre la vida al borde de la animalización, sin espacio para la lírica, en un ambiente primitivo, básico, rústico, donde las relaciones humanas se limitan a la mímesis con un entorno hostil: vigilando a sus hermanillos chicos se nos muestra la protagonista de esta obra al inicio de la misma para que no se caigan al barranquillo, que está justo enfrente de la puerta de la casa.
Así son las cosas y lamento mucho que hayan tenido que enterarse por mí, pero debo ser honesto en mi exposición: la gente murmura y la relación no es posible; el padre se muere y la relación no es posible; ¡Qué parecido todo al panorama que dibuja la conocida canción Dos cruces, de Carmelo Larrea, inmortalizada, entre otros por Angelillo y Antonio Molina! Sin embargo, no estamos ya en la posguerra, sino en lo que se supone que son las sociedades tecnificadas del siglo XXI, pero que si quieres arroz, Catalina.
“¿Dónde estará la bomba que destruya el terrón maldito de España?” (cito de memoria), se pregunta retóricamente Valle-Inclán a través de su personaje Max Estrella en Luces de Bohemia, y no es que quiera apelar yo a la anarquía, por supuesto, pero sí es cierto cómo determinadas actitudes procedentes de la noche de los tiempos parecen enquistados en esta España mía, esta España nuestra.
De manera que, uno no comprende muy bien que Federico García Lorca precisara de la muerte en sus tragedias rurales para crear el clímax. ¿Pero es que, acaso, la vida de la protagonista de Bodas de sangre habría sido más placentera si las nupcias se hubieran celebrado en los términos pactados? ¿Verdaderamente es la esterilidad el problema de Yerma o son más bien las circunstancias socio-culturales en que se desarrolla su frustración? ¿Qué vivencias hubieran esperado a las hijas de Bernarda Alba sin el luto impuesto? ¿Idílicas y gozosas? Sinceramente, lo dudo mucho.
Y ésa es la principal aportación de la obra cuyo comentario nos ocupa: la brutalidad existencial. ¿Qué puede esperarse de una sociedad donde el novio, por ejemplo, ha de disfrazarse de mendigo para visitar a su novia? Y no hablamos de los tiempos del Decamerón, donde probablemente todo eso se resolviera en la folia de los cuerpos encontrados, sino de la Andalucía rural en nuestros días, donde cada acción parece querer escapar de la sombra espesa del drama, con pocas probabilidades de éxito, por cierto.
El terrón, el terrón maldito sobre el que quiere alzarse la fuerza del amor como una flor imposible: el amor sin antifaces, el amor sin galanuras, el amor sin donaires, el amor sin requiebros, el amor sin sutilezas, el amor sin Bécquer. Simplemente el amor de un hombre y una mujer con toda la honestidad de sus almas en un contexto muy poco propicio: un amor de aldea, un amor sin fingimientos, un amor sin exquisiteces, un amor sin afectaciones, un amor básico, un amor total.
Dentro de ese planteamiento, la puesta en escena opta por el minimalismo y un simple chaquetón con aspecto campero evoca eficazmente al hombre. Una ventana colgada con hilo de pescar, una mesa y un perchero tienen la suficiente fuerza para desplegar el mundo de la mujer, diamante en bruto, a la par que no entorpecen, sino que enfatizan la idea central de la pasión sin atavíos.
Finalmente, muy digno de mención es el trabajo de Elena Hernández, “La Canarita”, que se echa toda la obra a sus espaldas y desmigaja cada situación en un soberbio monólogo, que es en lo que consiste la obra: un soberbio monólogo.
¿Perdón? ¿Alguien ha preguntado algo por ahí? Sí, dígame. ¿Que cómo finaliza la pieza? Bueno, como usted comprenderá es muy comprometido para mí responder a esa pregunta. Prefiero dejar el desenlace envuelto en un halo de incertidumbre y que sea cada cual el que saque sus propias conclusiones. Recordemos nada más que Úrsula es como una flor sobre terrones resecos.
Texto de Elena Hernández, “La Canarita”