Texto: Miguel Ángel Barba | Fotos: Web de la Compañía
Cuatro personajes incalificables se dan cita en escena dentro de esta fabulación alegórica: una chica de aires simplones, un poco límite; un señor espástico, discapacitado, con efluvios egocéntricos; un ilocalizable personaje con problemas de obesidad y de relaciones humanas; y finalmente, un artista bohemio con reminiscencias que parecen emanadas del más puro romanticismo y con brotes un tanto psicóticos, casi rozando la esquizofrenia. Todos muestran algún aspecto medio paranoico. Esperpéntico.
Cuatro figurados inmigrantes en cualquier día de su vida, agónica, llena de escasez, donde cualquier actividad normal se convierte en una peripecia. Cada situación que se presupone dramática por su situación se transmuta en comicidad. Cada ápice de su marginalidad se convierte en una carcajada que cuando sales del teatro te remueve tu conciencia por su trasfondo de calamidad social.
Hay momentos de la acción que me evocan retratos al más puro estilo Kusturica. Cada personaje defendiendo sus rutinas, sus espacios, su caos personal, sin los cuales posiblemente se encontraría perdido, dado que ya no le queda otra cosa. Apátridas de medio mundo podrían identificarse en este daguerrotipo teatralizado. Posiblemente se sentirían no solo identificados, sino también ridiculizados: victimas de todos los problemas, miserias y males, paranoias, manías y carencias, reunidas en solo cuatro personajes en busca de una vida que parece escapárseles por velocidad.
Cuatro enormes actores que dan no solo vida a los personajes, los elevan de la cotidianidad hasta las alturas de lo excepcional. Cuatro actores que lo mismo cantan, dramatizan, parodian, caricaturizan, musican cualquier acción cotidiana. Me encantó la partida de cartas por bulerías, llevada solo con los objetos más a mano: las cartas, los tirantes de los pantalones, las onomatopeyas, los estornudos, etc. Genial. En resumen, convierten cualquier momento de sus azarosas, pero al mismo tiempo monótonas vidas, en una gran interpretación, en una mimesis cuasi perfecta de sus personajes y sus circunstancias. Y todo con un grandísimo trabajo: brillante, divertido y dinámico, que convierte cualquier infortunio en algo anecdótico y cualquier anécdota en algo azaroso.
El idioma inventado para esta obra por “el Chino” (apodo por el que es conocido el autor y director) es el droppiano. En ocasiones simples sonoridades guturales, es una mezcolanza de lenguas que ayudan a no identificar forzosamente con una zona geográfica concreta a los personajes pero que, en cada momento y en cada caso, nos evocan diferentes localizaciones, de modo que podemos circunscribirlos a multitud de ubicaciones.
La música original a su vez está plagada de reminiscencias, fundamentalmente del este, sus melodías tienen una carga emotiva y de melancolía geniales para el desarrollo de una tensión dramática, sensitiva y emocional que contraste con la vibrante locura del resto, donde no hay lugar para el descanso del público.
Es de resaltar también el buen trabajo de iluminación, que nos va llevando de espacio en espacio por todo el decorado, y nos ubica en cada una de las habitaciones de la casa, haciendo de guía para mostrarnos la interesante construcción de la escenografía.
Pero no olvidemos una cosa fundamental: cuando se crean estados de humor y se hacen chistes a partir de las miserias, desgracias, taras y penurias de otros, debemos recordar que, al mismo tiempo que muchos se ríen, hay otras personas que pueden sentirse ofendidas o menospreciadas y, lo que es peor, ridiculizadas y humilladas.
¿Donde está la línea que separa unos sentimientos de otros y delimita lo que es correcto o no?
Delicado asunto que no quita que la obra, el equipo y el montaje sean geniales.
DROPPO.
Teatro del Velador
Autor y director: Juan Dolores González Caballero.
Reparto: Abel Mora, Manuel Solano, Rocío Borraldo y José Machado.
Música original: Inmaculada Almendral